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Foto del escritorSuore di Santa Marta

SALVACIÓN

En este domingo también nosotros estamos invitados a depositar esas piedras que quedan en nuestras manos, imantadas por el sufrimiento y la soledad de la que somos víctimas, no siempre intachables. De nada sirve juzgar sin piedad, si no es para multiplicar el dolor y profundizar las distancias entre los que ahora están llamados a ser hermanos -es decir, prójimos- de todos. (Roberto Pasolini)

Cada vez estamos más cerca de las celebraciones pascuales y la liturgia nos invita a dar un nuevo paso en el camino de la conversión y de la conciencia de nosotros mismos.

En el pasaje que se nos propone para la oración y la meditación, llama la atención la actitud de los escribas y fariseos, que para condenar a Jesús utilizan todos los medios, incluso la debilidad y el pecado de una mujer. Las piedras con las que debe ser apedreada son señal de la dureza de sus corazones.

La actitud de Jesús es diferente, crea extrañeza en los que le siguen, es una actitud de "libertad y ligereza", el perdón reaviva el corazón, aligera el alma, transforma toda la vida.

Aquí, entonces, está la invitación de Jesús:

Vete, no peques más en adelante...



El que no tenga pecado que arroje la primera piedra.

+ Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Juan 8,1-11

Jesús fue al monte de los Olivos. Al amanecer volvió al Templo, y todo el pueblo acudía a Él. Entonces se sentó y comenzó a enseñarles.

Los escribas y los fariseos le trajeron a una mujer que había sido sorprendida en adulterio y, poniéndola en medio de todos, dijeron a Jesús: Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. Moisés, en la Ley, nos ordenó apedrear a esta clase de mujeres. Y Tú, ¿qué dices?

Decían esto para ponerlo a prueba, a fin de poder acusarlo. Pero Jesús, inclinándose, comenzó a escribir en el suelo con el dedo.

Como insistían, se enderezó y les dijo: Aquél de ustedes que no tenga pecado, que arroje la primera piedra.

E inclinándose nuevamente, siguió escribiendo en el suelo.

Al oír estas palabras, todos se retiraron, uno tras otro, comenzando por los más ancianos.

Jesús quedó solo con la mujer, que permanecía allí, e incorporándose, le preguntó:

Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿Nadie te ha condenado?

Ella le respondió:

Nadie, Señor.

Yo tampoco te condeno -le dijo Jesús-. Vete, no peques más en adelante. Palabra del Señor.


 

Mientras Jesús enseña en el templo, los escribas y los fariseos le traen a una mujer sorprendida en adulterio; la ponen en medio y le preguntan a Jesús si debe ser lapidada, como prescribe la Ley de Moisés. El evangelista precisa que le plantean la pregunta «para tentarle, para tener de que acusarle». Se puede suponer que su propósito fuera ese ―fijaos en la maldad de estas personas―: el “no” a la lapidación habría sido un motivo para acusar a Jesús de desobediencia a la Ley; el “sí”, en cambio, para denunciarlo a la autoridad romana, que se había reservado las sentencias y no admitía el linchamiento popular. Y Jesús debe responder.

Los interlocutores de Jesús están encerrados en los vericuetos del legalismo y quieren encerrar al Hijo de Dios en su perspectiva de juicio y condena. Pero Él no vino al mundo para juzgar y condenar, sino para salvar y ofrecer a las personas una nueva vida. ¿Y cómo reacciona Jesús a esta prueba? En primer lugar, se queda un rato en silencio, y se inclina para escribir con el dedo en el suelo, como para recordar que el único Legislador y Juez es Dios que había escrito la Ley en la piedra. Y luego dice: «Aquel de vosotros que esté sin pecado, que le arroje la primera piedra». De esta manera, Jesús apela a la conciencia de aquellos hombres: ellos se sentían “paladines de la justicia”, pero Él los llama a la conciencia de su condición de hombres pecadores, por la cual no pueden reclamar para sí el derecho a la vida o a la muerte de los demás. En ese momento uno tras otro, empezando por los más viejos, es decir, por los más expertos de sus propias miserias, todos se fueron, renunciando a lapidar a la mujer. Esta escena también nos invita a cada uno de nosotros a ser conscientes de que somos pecadores, y a dejar caer de nuestras manos las piedras de la denigración y de la condena, de los chismes, que a veces nos gustaría lanzar contra otros. Cuando chismorreamos de los demás, lanzamos piedras, somos como estos.

Al final solo quedan Jesús y la mujer, allí en el medio: «la mísera y la misericordia», dice San Agustín (In Joh 33,5). Y Jesús despide a la mujer con estas estupendas palabras: «Vete, y en adelante no peques más» (v. 11). Y así, Jesús le abre un nuevo camino, creado por la misericordia, un camino que requiere su compromiso de no pecar más. Es una invitación válida para cada uno de nosotros: cuando Jesús nos perdona, nos abre siempre un nuevo camino para que avancemos. En este tiempo de Cuaresma, estamos llamados a reconocernos como pecadores y a pedir perdón a Dios. Y el perdón, a su vez, al reconciliarnos y darnos paz, nos hace comenzar una historia renovada. Toda conversión verdadera está encaminada a un futuro nuevo, a una vida nueva, a una vida hermosa, a una vida libre de pecado, a una vida generosa.

Cfr. Francisco, Angelus, 7 abril 2019

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